Hablaba el otro día con un directivo que ocupa un puesto de responsabilidad en la multinacional donde trabaja y me contaba lo difícil que le había resultado llegar a esa posición. Estaba orgulloso de su tarjeta, pero me explicaba que el cargo que en ella aparecía no era fruto de la casualidad, sino la consecuencia de mucho trabajo, grandes renuncias y de numerosas horas robadas a otras actividades. Yo le pregunté si le había compensado todo ese esfuerzo. Su respuesta fue rápida, sin pensar:

-«Me jubilo en dos años y no he cuidado a mi familia lo suficiente»

En la carrera profesional uno se mete en una especie de vértigo donde cree que va a conseguir la felicidad si alcanza una determinada posición. Luego es posible que nos demos cuenta de que nos habíamos colocado la escalera del éxito, pero en la pared equivocada. La felicidad en la vida no es consecuencia de la inteligencia, ni del dinero, sino de las decisiones que uno toma y de la intención con las que uno las toma. La primera de esas decisiones debe ser la de saber con certeza qué lugar ocupan el trabajo y la familia en nuestra escala de valores. La felicidad es hija de una ambición moderada.

Me preguntó mi opinión. Le dije que rectificase en lo que pudiese. La automotivación, el empuje para hacer cosas en la vida -que eso es la automotivación-, se apoya muchas veces en la rectificación. Las personas que no rectifican y se empecinan en el error fracasan con total seguridad. Hay que saber que rectificar no está de moda, por eso, una frase que se oye con frecuencia y que demuestra poco conocimiento de uno mismo y de la vida es: “No me arrepiento de nada de lo que he hecho”.

El directivo que conversaba conmigo estaba arrepentido de algo que había hecho mal. Estaba empezando a rectificar y, a dos años de su jubilación, estaba empezando a subir por la verdadera escalera del éxito. ¡Olé!