Estamos en una sociedad donde da miedo tener verdades. Parece que estar seguro de algo es peligroso porque te pueden tildar de fundamentalista. Asustan mucho el blanco y el negro. Y así vamos. El blanco y el negro son exigentes; mientras que el gris no: es un color con una gama de tonos más agradable, que se puede adaptar perfectamente a mis necesidades en un momento determinado. Algo puede ser verdad, pero según cómo se mire, quién lo diga o cuándo lo diga. Si algo es verdad y yo lo acepto como verdadero, tendría que vivirlo en todo momento, por eso son mejores las medias tintas. El gris obliga menos, es más cómodo; el compromiso con el gris, en el fondo, no obliga a nada. Gota a gota los valores sociales y personales se van empapando de ese miedo a la verdad, de esa “verdad menos exigente”. Resultado: falta de claridad, de criterio, de certeza…. ¡de verdad! Y se acaba adoptando como criterio de conducta habitual lo que hacen los demás; o bien  lo que me apetece; o nos movemos “por no quedar mal”;  o “por no ser rechazado”…

¡Viva el gris! Parece una de las consignas de nuestro tiempo.

Dan miedo los subordinados y los hijos. Tenemos autoridad pero no sabemos qué hacer con ella; no me lo invento: lo constato a diario en distintas empresas. Hay mucho autoritarismo, que dicho sea de paso, es un síntoma de debilidad cuando no se sabe mandar. Y esto no sólo sucede en las familias y en las empresas, ocurre también en la sociedad en general. Es fácil ver cómo a los gobernantes, da igual la ideología o el país, en el fondo les dan miedo los ciudadanos, los gobernados.

Lo que una persona hace -conducta- depende de lo que quiere -valores- y de lo que considera verdadero -creencias-. Si no hay valores, ni creencias, todo es gris. A lo que toda persona aspira es a querer y ser querido. El amor se lleva mal con el gris, porque el gris es sólo comodidad, dejadez, aburrimiento,… ¡nada!

Este post lo he escrito después de hablar con un directivo que no dirigía a su gente, en el fondo, me decía, tenía miedo de ellos y se dedicaba a “hacerles la pelota”. Lógicamente tenía a todos desmotivados: no tenían un rumbo claro y vagaban, tanto el directivo como sus colaboradores, en un inmenso mar grisáceo. Quizás no supiera que una persona no exigida es una persona no valorada; por eso, cuando no se valora no hay motivación.

Estuvimos hablando y coincidimos en que el amor al trabajo y a la vida, requieren ilusión, esfuerzo, renunciar a la comodidad y que, por supuesto, todo eso –que nos saca del gris- ¡merece la pena!