Hace ya algún tiempo, me sorprendió la entrevista a un personaje famoso en un programa de televisión: —Usted conoce a muchos ricos, ¿verdad? —Sí —contestó el entrevistado. —¿Hay muchos que sean felices? —Ninguno… que yo conozca.

Sus palabras se me quedaron grabadas. Eran muy significativas, dado el entorno del que procedía el personaje entrevista¬do; era de lo más elitista y moderno, de lo más envidiado en el ámbito europeo.

Cuando esto lo relacionamos con la vida de pareja, nos damos cuenta de que, en general, el mal uso del dinero y la ambición hace que las relaciones vayan a peor. Condiciona el compromiso. Si uno tiene una gran preocupación por tener, dejará de preocuparse por ser. No olvidemos que el amar y el ser amado forman parte esencial del ser humano. En definitiva, no se puede estar preocupado y enfocado con la misma intensidad al ser y al tener.

Uno de los dos sale perjudicado.

Por un lado, tenemos la experiencia de que estar más cerca del dolor y las dificultades de la vida hace que la persona tenga una visión más amplia de la misma y aprenda una sabiduría que le lleva a valorar y cuidar, cada vez más, aquello que conside¬ra importante; la familia, la educación de los hijos, la amistad, los valores…

Por otro, el dinero mal utilizado, ya sea mucho o poco, hace al ser humano creerse omnipotente, soberbio, autosufi-ciente, y le lleva incluso a rechazar las reglas del sentido común, a vivir permanentemente en el cortísimo plazo del aquí y ahora, despreocupándose de todo lo que sea exigente; y el amor exige.

Cuanto más nos rodeamos de bienestar, más atamos nues¬tra voluntad y más dependemos del mismo, lo que deriva en una menor apertura hacia los demás y, al final, menos felici¬dad; esto explica en parte el hecho de que en las zonas más desarrolladas se produzcan más divorcios, más deslealtades, y que las parejas tengan menos hijos.

Algunos piensan que la verdadera razón de estos comporta¬mientos está en que tienen más conocimientos, más medios, menos tiempo… Puede que influya, pero eso no lo es todo. No se me negará que también hay mucho de comodidad, y ésta lleva al desamor, a la falta de compromiso. No estoy hablando de países del Tercer Mundo; estoy hablando de que en las zonas más desarrolladas de un mismo país se tienen menos hijos que en las menos desarrolladas: hay menos compromiso y más separaciones.

Es posible que nos den muchas explicaciones sociológicas válidas, pero lo que nadie podrá negar es que la preocupación desordenada por tener bienes materiales hace que uno se des¬preocupe de lo que es —cónyuge, padre— y al final descuide esa parcela tan importante, que da sentido a las demás. Y acaba dañándola.

Obsesionarnos con las posesiones y con el tener nos hace perder de vista otros aspectos de nuestra realidad. La culpa no la tienen las posesiones, la tiene nuestro enfoque equivocado. El tratar las cosas con desorden. El tener una escala de valores descompensada.

Cuando uno apunta al sitio erróneo, por mucha puntería que tenga, no da en la diana.