Todos hemos conocido personas con brillantes carreras profesionales cuya su vida personal ha estado marcada por la inestabilidad, o incluso, ha sido un auténtico fracaso. Ante estas situaciones, siempre viene una pregunta incisiva a la cabeza y que llega hasta la punta de la lengua, para quedarse allí:
– Si hubiera tenido una vida más equilibrada, ¿cómo habría sido su performance?
En general, las empresas únicamente ven lo que hay en términos de negocio, pero no llegan a valorar lo que podía haber habido si las circunstancias hubieran sido otras. Tampoco su misión es entrar en el terreno de lo personal. Se mira la cuenta de resultados, se compara con la del año pasado y/o con los objetivos propuestos para ese ejercicio. Si el resultado está acorde con lo que se espera, la conclusión es clara: el responsable es un directivo exitoso y ha tenido un año brillante.
A veces la realidad puede aparecer distinta, sobretodo, si se tiene la oportunidad de hablar, de modo más personal, con esos directivos brillantes. En una conversación larga y tendida, muchas veces buscada por ellos mismos, el exitoso directivo se desahoga y la comunicación surge: te cuentan sus problemas personales, de relación de pareja, de falta de dedicación a sus hijos y, en el fondo, de frustración personal. Existe un denominador común en todas esas conversaciones: la falta de sentido de las cosas que hacen y de lo que les está sucediendo. Y, ése directivo de la cuenta de resultados ejemplar, te confiesa que, a pesar de lo que pueda parecer, está descentrado, que su vida personal le tiene bastante frenado. Su rendimiento podría ser bastante mejor si hubiera más equilibrio y más orden en su vida.
El orden es un catalizador que multiplica el rendimiento de las personas. Por eso, cuando no hay orden personal resulta inevitable ir por la vida como si se tuviera puesto el freno de mano. Un equilibrio adecuado entre lo íntimo, lo cultural, lo religioso, lo profesional y lo familiar genera una estabilidad en el ser humano que tiene mucho que ver con el logro personal que tanto se desea. En concreto, una que persona sabe priorizar, dar orden a sus amores, tiene estabilidad interna y por tanto, una madurez personal, que le permite que su rendimiento profesional sea mejor y de mayor calidad.
Ese buen balance personal hace que el ser humano madure antes, lo cual es una premonición de eficacia. La relación es clara: a más madurez personal, más eficacia en lo que se intenta. Por otro lado, la seguridad que da la estabilidad emocional y espiritual, hace que la persona sea capaz de esforzarse “hacia fuera” donde están los demás, que es la condición principal para que el esfuerzo humano madure a quien lo realiza. Cuando se tiene un orden interno, éste hace que la persona gane en poso, en medida, en credibilidad y confianza hacia los demás. Todos sabemos que la generación de confianza es una de las características de la buena dirección.
Las consecuencias de esforzarse “hacia fuera”, como lo hemos llamado, son claras. Si a uno le preocupa el otro, procurará que rinda lo máximo, se preocupará de su carrera profesional, de la formación que debe recibir y de muchas cosas más que harán que el tenga una mejor evaluación de su desempeño profesional.
Sin embargo, cuando esto no se hace así, cabe el peligro de utilizar al otro a mayor gloria mía. Esta mala actitud es percibida rápidamente por los colaboradores y como consecuencia, su rendimiento profesional empieza a disminuir hasta llegar a ser, en ocasiones, deficiente. Muchas veces, cuando esto ocurre, el objetivo del colaborador cambia: ya no es dar lo mejor de él mismo, sino aplicar a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo, cumpliendo mínimos para evitar el despido.
Por eso el orden interior, el equilibrio personal; saber para qué trabaja uno; saber que el trabajo es un medio y no un fin; saber que “el otro” es importante, produce mejores resultados en la empresa. Y, además, hace florecer directivos más creíbles y más maduros, y por tanto, más eficaces.